Yo aquí, escribiéndote.
Tú allá, borrándote.
Jaime Sabines
FOTOGRAFÍA: MAX SÁNCHEZ
Distraída como suelo ir por la vida, no me había percatado de su presencia, aunque ahora sé que siempre está ahí.
Lo vi apenas hace unos días cuando se acercó a mí, yo sólo alcancé a decirle con una seña que no y volví a lo que estaba, es decir, a nada, a clavarme en la contemplación.
Pero él insistió, no sólo no se alejó, sino que se paró muy cerca y me habló:
-Tengo hambre, me dijo, llevándose la mano al estómago. No sé desde cuando no he comido y me duele la panza.
Yo sólo lo miraba, y apenada de verdad, le contesté:
-No traigo dinero.
Aunque en realidad lo que traía era miedo, miedo que crecía con la idea de sacar delante de él mi bolsa, de que viera mi teléfono, de que le gustara mi reloj… tonterías.
Para entonces él ya casi me estaba regañando porque no creía que no trajera “aunque fuera algo”.
Ya con la confianza del reclamo y con ganas de apaciguarlo, le informé que yo pasaba diario por ahí y que lo iba a buscar al día siguiente.
Así lo hice, dispuesta a cumplir lo ofrecido me armé con mi moneda a la mano para la hora en que lo viera, lo cual sucedió por la tarde, ahí estaba en el mismo lugar.
Cuando se acercó, ilusamente pensé que se acordaba de lo que habíamos hablado y hasta contenta me dispuse a hablar con él.
Sin embargo, como si nada y como lo hace todo el tiempo, pidió una ayuda y le respondí:
-Claro, te dije que hoy te iba a dar ¿no te acuerdas?
Él achicó los ojitos como queriendo reconocerme y contestó:
-¿Cómo quieres que me acuerde si tengo tantos problemas?
Sin ver mi cara de desconcierto, continuó:
-Casi no como, mira cómo estoy.
Tiene razón. Está flaco, muy flaco, descuidado, con las ropas en garras. El cabello largo y una gorra sucia como todo él; su cara ceniza, los pómulos saltados y unas ojeras enormes. Ni idea de su edad, pero es un chamaco.
Además, está drogado, trae una mona en la mano.
A estas alturas ya estoy desarmada sin saber qué hacer, ya no tengo miedo, ahora me siento tan inútil y tan fuera de lugar, que me avergüenzo de la pretensión de que cumplir con lo que ofrecí, le podría significar una pequeña alegría.
Ya sólo atino a entregarle la moneda que llevaba preparada y a manera de despedida comento:
-Te prometo que cada vez que pase te voy a traer algo.
Rápido la agarra, la guarda, me mira fijamente y suelta:
-Sin promesas, no me prometas nada y mejor que nos vaya bien a los dos.
Da la vuelta y se va, dejándome con el corazón en la mano. Me siento tan pequeña, viviendo en un mundo tan reducido.
Acabo de hacer un trueque desigual, yo le entregué un dinero que el thinner o el resistol van a diluir y que a él le permitirán evadir su vida de problemas por un instante.
Él, a cambio, me dio una lección de vida que ninguna moneda podrá pagar.