Alfredo Rasgado Molina*
“Hay criminales que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar ‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”. (Eduardo Galeano)
Eduardo Galeano quizá nunca se proclamó Feminista o asistió a un taller de masculinidades o género con hombres, sin embargo supo plasmar de manera sensible situaciones cotidianas que las mujeres y los hombres vivimos día a día. Sus escritos trascienden desde lo narrativo, el relato, el cuento, las historias y los análisis sobre el sistema económico voraz en el que vivimos y; en lo particular sobre el miedo infundido en la gente a través de mecanismos de dominación, uso y abuso de poder y privilegios de los poderosos que ostentan los mandos políticos y económicos en el mundo. Pero, no hablaremos de Galeano y su herencia literaria ni de su proceso o acercamiento al Feminismo, no. Hablaremos de ese tema básico que plantea, el miedo que los hombres sentimos al sentirnos vulnerables, impotentes, al ser cuestionada nuestra supuesta autoridad y demanda de servicios, al ponerse en entredicho nuestro uso de poder. Ese miedo disfrazado de gallardía, arriesgue, valentía, aventura, enojo, tristeza, responsabilidad; miedo traducido en sucesos violentos que pueden causar daños emocionales, físicos, sexuales, económicos, la vida misma, pero sobre todo la vida de otra persona, la vida de las mujeres.
¿Cómo se crea o nace el miedo entre nosotros los hombres? ¿Es natural o aprendido? Las teorías “biologicistas”, psicoanalistas, y sociales mencionan que es innato y funciona como mecanismo de defensa y alerta ante el peligro; se heredan como especie, están en nuestros genes, pero también están los adquiridos, los que dependen o provienen del mundo exterior. Ambos, los innatos o los adquiridos a la par de que son mecanismos de defensa y alerta son también usados como ejercicios de control y dominio dependiendo la situación y contexto en el que se ejerzan. Una frase que puede servirnos de ejemplo como mecanismo de defensa en nuestras emociones es: “tengo miedo de que te pase algo”. Frase que, lejos de expresar preocupación, es usada comúnmente para ejercer un control sobre el tiempo y espacio de la pareja cuando ella decide salir ya sea a trabajar fuera, pasear, divertirse, a dónde sea sola o acompañada. Encubrimos bajo la máscara de la preocupación un estado de ánimo que por lo común pueden ser celos y casi, casi un atentado a nuestra autoridad que demanda implícitamente el servicio de: “mujer no salgas”. Pero no lo decimos, pues no es políticamente correcto decirlo, quedaríamos como hombres celosos, aprensivos, posesivos. De esta manera el miedo, que no es otra cosa que la situación se nos salga de control, sirve para enmascarar nuestros celos y nos defendemos con actitudes de protectores. Pero también infundamos el miedo como mecanismo de alerta ante la posible pérdida del control y del dominio sobre la pareja con frases como: “si me dejas me mato o te mato si me dejas”, “no podrías vivir sin mí”. Aquí el miedo es dirigido alevosamente y con amenazas que ponen en riesgo la vida de la pareja. Nos volvemos juez y parte ante la vida, dadores y quitadores.
¿En qué momento obtuvimos o se nos otorgó este poder?
Existe una larga historia de generaciones que lo hemos construido, reproducido y multiplicado en línea paterna. Hemos naturalizado la violencia bajo una emoción llamada miedo. La poca o nula existencia de expresión de nuestras emociones está reflejada en actitudes que subordinan y violentan, enmascaradas bajo victimismos que funcionan como mecanismos de control y dominio hacia la pareja.
¿Por qué tener miedo a una mujer que no tiene miedo? ¿Qué privilegios queremos seguir ostentando a costa de justificar la violencia, naturalizarla, omitirla, coludirla?
*Colectivo La Puerta Negra