Desde niña odié los domingos y el futbol. Me parecían de lo más insípido y a la vez abrumadores. O tal vez no era el domingo, era el futbol lo que yo odiaba y como ese día, lo único que transmitían era futbol, futbol, futbol, me parecían tan verdugos. Pero todo odio tiene su semilla, la mía fue la muerte de mi primo R. y no es que me doliera tanto su ausencia, después de todo, a mis nueve años yo entendía tan poco del vacío de la muerte. Fue porque desencadenó la segunda embolia a mi madre, que resumió su vida en una cama durante 26 años. Fue la noticia o cómo se lo dijeron. Fue su salud precaria debido al primer accidente cerebral o tal vez fue ese bailarín que al leerle la mano le predijo aquel accidente.
Lo único que sabía con certeza es que odiaba los domingos y el futbol. La casa no era tan grande ni mi imaginación tampoco, donde me refugiaba aún seguía escuchando el goooool y parecía que cada certero balonazo me daba directo al corazón por la sensación de hueco que mantenía durante el día. Y es que mi primo era jugador de Los Gallos del Querétaro.
El dolor venía en espiral y todo lo relacionaba para que fueran los domingos la causa de mi tristeza, aunado a que debía ir al otro día al colegio, me hacían sentirlo como si fuera una plastilina obstruyendo el único orificio para respirar.
Cuando estoy nostálgica no importa que día sea, creo que es domingo. Y si estoy triste y es domingo, el vacío se instala en mí. Los domingos suelen atizar el fuego de mi tristeza.
Como si fuera una tirada de barajas, las imágenes recrean soledad. Son postales a blanco y negro que me hablan del mar de mi infancia. Ese mar que me ha parecido siempre la eternidad, tan hondo y a la vez próximo al roce. Seductor y traicionero. Como para aquella extranjera que falleció ahogada en el mar de Puerto Arista. Sí, creo que era domingo cuando regresamos de la playa y en la funeraria ubicada a lado de mi casa, en Tonalá, estaba el cuerpo de una joven no mayor de 30 años, sin familia y con decenas de curiosos recordándome su infinita soledad. Esa sensación me acompañaba cuando iba al mar y prefería quedarme en la orilla, cuando tenía miedo de noche y sentía que a lado de mi cama, separados por una pared, había decenas de cadáveres apilados.
Creo que también era domingo cuando regresamos una tarde de viaje y velaban a mi vecino. Tal vez fue mi primer encuentro con la orfandad. Lo habíamos visto el viernes y el domingo no era más que el dolor inexplicable acumulado en su esposa y sus cinco hijos.
Estoy segura que si insisto en recordar hallaré más piezas de este rompecabezas opresor. Momentos que insisten susurrarme que todo puede estar mal si es domingo. Es como si el aire se volviera denso y en vez de caricia te apretara el pecho con suavidad sólo para retardar tu agonía.
A pesar de ello sé que volverá ese domingo que parecerá viernes, hoy sólo me resta sobrevivir mientras cambio la hoja del calendario.
FOTOGRAFÍA: DAMARIS DISNER