No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
Miguel Hernández
Esta es la historia de un hombre al que yo amé profundamente, un hombre que me enseñó de la risa, la alegría y la solidaridad.
Esta es la historia de Juan.
De una familia de las de antes, con una madre de ojos de miel eternamente tristes, y de un padre rígido, autoritario y muy poco afectuoso, la suerte de Juan fue la misma que la de sus hermanos: buscar chamba desde pequeños para salir adelante, nada de escuela, nada de diversiones, apenas crecían y asumían como responsabilidad propia resolver las carencias de su clan.
Las difíciles condiciones en que vivía, Juan las sobrellevaba con su enorme sonrisa, siempre bromista, siempre platicador, siempre amigable, aunque también siempre malhablado, decía las palabrotas con tal gracia y soltura, que una no podía menos que reír y quererlo más.
Todo lo que no pudo hacer de niño, intentó hacerlo en su juventud, por ejemplo, ser músico; con lo que ganaba en los pequeños y mal pagados trabajos que encontraba, ahorró y compró una trompeta, después, buscó a un mariachi que vivía cerca de su casa y se plantó ante él para pedirle que le enseñara a tocar.
Supimos de sus ganas y del empeño que le ponía por sus ensayos nocturnos; la primera vez nos espantó ese sonido desafinado que parecía salir de un elefante en fuga, después supimos que ¡era Juan!, ni más ni menos, Juan desafiando a la vecindad, a sus hermanos que pedían piedad y a su padre, que cada vez que lo veía con la trompeta, listo para ensayar frente al espejo, lo mandaba lo más lejos que podía, así, hasta el día que le ganó el mal genio y azotó el instrumento contra las piedras de su casa.
Fue muy triste ver a Juan sentado en esas mismas piedras llorando y acariciando su trompeta abollada e inservible.
Cuando consiguió trabajo en una gasolinera como despachador, se veía tan feliz con su labor, que no parecía que fuera solo un empleado del lugar, era chistoso escucharlo platicar con el acento español que le copiaba al dueño del establecimiento ¡bueno! hasta fumaba puro y cambió su florido lenguaje por un ¡¡¡joder!!!
Una mañana, no muy lejos de la gasolinera se cayó una avioneta, los trabajadores vieron el accidente y de inmediato corrieron a curiosear, pero Juan no solo miró, se metió y ayudó a sacar a una persona herida, se convirtió en un héroe que después fue invitado a un noticiero de televisión a contar la experiencia. Por demás está decir que no cabía en sí de tanto orgullo.
Después de que se casó le perdimos la pista un tiempo, cuando apareció nos contó que se había ido a Acapulco porque quería ser bombero y lo mandaron para allá a capacitarse, sin paga de por medio, como voluntario haciendo méritos, solo que se regresó porque le pudo mucho el calor y la nostalgia por su familia y su ciudad.
De los episodios que más recuerdo es aquel cuando ya adulto, terminó la primaria en la escuela nocturna donde era de los alumnos más aventajados y entusiastas, el día que fue por su certificado iba tan guapo en su traje, tan sonriente, todo él era una fiesta.
Para sacar adelante a su familia trabajaba en un taxi que después fue suyo y al que le dedicaba muchas horas del día y de la noche, no obstante se daba su tiempo para visitar a sus sobrinas los sábados, comía con ellas, las regañaba, las apapachaba y les pedía que le pusieran su canción: “Qué tal te va sin mí”, le gustaba cantarla a todo pulmón, la bailaba con ellas, les daba mil recomendaciones y se marchaba.
Cuando fue la explosión de San Juanico en noviembre de 1984 ahí anduvo él, ayudando en todo lo que podía, vino a la casa a llorar por la tragedia y a contar que lo habían entrevistado para la radio, “ya sólo me falta salir en el periódico”, decía.
En septiembre del 85, el terremoto le sacudió el corazón y otra vez ahí estuvo, fue a casa a ver si estábamos bien y completos, nos abrazó y se puso a llorar como un niño, le dolía tanto dolor y tanta muerte. Así anduvo dos meses: visitaba a familiares y amistades pidiéndoles que prepararan comida para los damnificados, la cargaba en su taxi y llegaba a los campamentos como si conociera a la gente de toda la vida, los llamaba y les servía de comer.
Yo, que lo acompañé algunas veces, no contenía mi corazón de cariño y admiración por él, me gustaba tanto su modo.
En el diciembre siguiente, una noche de mucho frio en que salió a trabajar, los pasajeros del taxi lo quisieron asaltar, y él que ayudó a tanta gente, no tuvo quien le ayudara, nadie estuvo para salvarlo. No se llevaron el carro, ni su dinero de la cuenta, ni sus cosas personales; a Juan le quitaron la vida.
Al hombre más risueño, alegre y solidario, al bombero voluntario lo mataron así, a la mala.
Entre lágrimas y tristeza enterramos a Juan en la víspera de la celebración de la Virgen de Guadalupe, cuando la ciudad está convertida en una fiesta con cohetes, música y luces.
Esa misma mañana, el asalto en el que Juan perdió la vida, salió en el periódico.