Yo muero de mirarte y no entender.
R. Castellanos
Respetable Rosario:
Hace tiempo que hubiera querido establecer comunicación con usted, pero sé que es una persona muy ocupada, incluso ya no vive en el país, por los periódicos me enteré que se fue a vivir a Israel.
A decir verdad, no sólo me detuvo saber que quizá no tendría ni tiempo, ni interés en leer mi carta, usted me impone tanto que cada vez que escribo, dejo por ahí mis letras inconclusas y vuelvo a empezar una y otra vez.
Me detiene su imagen de señora seria, recatada, perfecta. Su vestimenta impecable, sin un cabello fuera de su lugar, las cejas delineadas y los labios que con mucho esfuerzo, alcanzan a dibujar una leve sonrisa.
Pues bien, ahora que me atreví no voy a parar, porque lo que tengo que decirle ya no me cabe en el pecho.
Fíjese que este pueblo, su pueblo, sigue siendo el mismo que usted conoció de niña, con los indios y los hacendados, con formas más sofisticadas, claro está, pero en el fondo sigue siendo el mismo.
Precisamente el día en que celebramos su cumpleaños número 90, el 25 de mayo, yo tuve la sensación de que era el fin del mundo, de este pequeño gran mundo que es Chiapas, donde parece que el tiempo se detiene y la historia no avanza, al contrario, parece que vamos de reversa.
Pasaron tantas cosas, ya usted se habrá enterado, pero no está de más que le diga que muchas personas aquí tenemos una gran tristeza, hay conflictos por todas partes y no se le ve por donde vamos a salir y lo que es peor, la gente siempre termina viéndose como enemiga una con otra.
Hasta ganas de llorar me dan cuando escucho en nuestro himno el deseo que se hace eterno: “que termine la odiosa venganza, que termine por siempre el rencor”, pero no, no se acaba.
Rosario, aquí las mujeres tampoco estamos bien, nos están matando.
De lo que vivimos nosotras usted lo conoce muy bien, se ha dedicado a eso, a estudiarlo, pero más allá de lo que hace en la universidad y sus conferencias, lo que escribe en el periódico y en sus libros, usted sabe de la tristeza que hay en nuestro corazón.
Sabe lo que es no sentirse querida, conoce la necesidad de sentirse amada y el dolor de reconocer que no lo es, usted lo vivió en carne propia desde su infancia, cuando se murió su hermano y la muerta hubiera querido ser usted.
Rosario, leí las cartas que le mandó al señor Ricardo Guerra, su esposo, su gran amor.
«…Quiero ser para usted, lo mejor que yo pueda, lo que más se aproxime a lo que usted quiera. Pero es necesario que usted me ayude, que usted me oriente, porque si me abandona a mi intuición es probable que yo eche a perder todo y haga miles de tonterías, pero si usted me dice yo seré dócil en sus manos y me abandonaré totalmente a su voluntad. Es usted la primera persona en cuya voluntad confío más que en la mía y de quien creo sabrá escoger mejor que yo lo que es necesario hacer».
Confieso que me encantó haber encontrado un tema en el que podemos hablar como iguales, que quede claro que la sigo respetando, no vaya a pensar lo contrario, ni se le ocurra.
“El jueves en la mañana empecé una carta para ti; la rompí, volvía hacer otra, volví a romperla. No me atrevía yo a escribirte porque me asaltó una duda terrible: ¿era cierto lo que había sucedido entre nosotros? ¿Habíamos, de verdad, estado juntos? ¿No era todo producto de mi imaginación? ¿No lo había yo soñado? Seguramente sí; la prueba era esa falta de noticias tuyas”.
Fíjese que ahí sí, la sentí tan igual a nosotras que me dieron ganas de abrazarla, de decirle “¡ay Chayito! todo va a estar bien, nosotras también morimos de mirar y no entender”.
Pero no se vaya a quedar con la idea de que todo es oscuridad. Muchas de nosotras nos estamos preparando, tratamos de no ser las mismas, queremos adueñarnos de nuestra vida pero no siempre la pasamos bien. Somos fuertes y hemos vencido muchos obstáculos, como usted, tampoco lloramos ante la catástrofe, pero sí se nos salen las lágrimas cuando se nos quema el arroz o cuando no encontramos el recibo del impuesto predial.
Si me deja darle una sugerencia, ya no se preocupe tanto, dese permiso de vivir, ame a Gabriel sin miedo, quizá cuando crezca la juzgue, pero a lo mejor sentirá un gran orgullo por ser su hijo, despéinese, ríase por favor.
Ah, me olvidaba pero esto es importante Chayito: ahora que está tan lejos de su casa y vive sola, no tenga miedo. Por las noches mantenga una lámpara encendida, una luz bien grande que la ilumine siempre, eso sí, si anda descalza como le gustaba hacerlo cuando era niña y vivía en Comitán, no se acerque a los contactos ni a los cables, dicen que así pasan muchos accidentes de graves consecuencias.
Querida Chayo, sea feliz, recuerde siempre lo que le escribió el poeta y no le ofrezca su canasta de frutas a los árboles, ni su agua al manantial, ni su calor al desierto, ni sus alas a los pájaros.
Sólo sea usted. Vuele, viva.