Aromaterapia
Lorena Vasconcelos
Lo primero que me compré con mis ahorros de ese año fue una cajita con velas aromáticas que “me hacían ojitos” cada vez que pasaba por la botica del centro. La guardé como recuerdo de mis primeras chambas haciendo mandados y tirando la basura de las casas de mi calle, hasta que una década después, la hallé mientras empacaba lo esencial para irme a la capital a estudiar la universidad.
Decidí encender todas las velitas al mismo tiempo como ritual de inicio de una nueva etapa de mi vida, afortunadamente aún conservaban el olor artificial a jazmines, canela y duraznos. Las latitas pintadas a mano me parecieron ideales para reusar en mi nueva vida académica: clips, monedas, llaves, la hierbita… opciones que desaparecieron de mi mente en cuanto ví las palabras escritas al fondo de cada recipiente.
“AYÚDANOS. Av. F. Velázquez 98-B”, leí en cada una de las cuatro latas mientras un desfile de alfileres me recorrió los brazos hasta el pecho y me hizo vomitar. Corrí a revisar el empaque y el único dato era el nombre de una ciudad, la misma en donde yo vivía. Ubiqué en mi memoria las calles hasta que mis ojos cerrados toparon con el lugar y comprendí la reacción de mi cuerpo.
“La Casa Hogar de las Niñas” del sitio donde crecí estuvo por décadas en la avenida Velázquez hasta hace nueve años que un incendio, al parecer provocado, acabó con la vida de las pequeñas que albergaba.
Hasta ese día, el alcalde reconoció públicamente los abusos y negligencias que sobraban en ese sitio, y que a nadie le importaron hasta que fueron motivo de charla morbosa en cada esquina o sobremesa del país, para rápidamente esfumarse del interés colectivo.
Tardé años en alejar la carga por guardar las velas en lugar de disfrutarlas de inmediato, habría visto el mensaje, pero, ¿y qué habría hecho con nueve años apenas? Ni el insomnio que aún se me cuela de repente me lo responde.
Aunque también comencé a mirar más allá de mis deseos de consumo, a interesarme por cómo viven mis iguales, a preguntarme qué pasa detrás de esas paredes en las que se adivina el llanto, a extender la mano a quien pide ayuda callada, escondida incluso en el fondo de una latita decorada con sus propias manos.