Por: Sandra Lorenzano
La herencia es una cosa curiosa, sin duda; bastante inasible y no siempre fácil de rastrear en la propia historia. Pero yo tengo claro que fue mi abuela Mamina -Pampita, como la llamaron sus padres, inmigrantes italianos, en agradecimiento al país que los había recibido-, quien me heredó el amor por la tiza, el pizarrón y el salón de clases, junto con la convicción de que se puede hacer algo por los demás desde ese espacio. Será por eso que empecé a dar clases hace casi treinta y cinco años, y que un aula es quizás el único lugar en el que me siento verdaderamente en casa.
Ella, que había sido maestra en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, me enseñó a leer y a escribir cuando yo tenía cinco años recién cumplidos y acababa de fracturarme la muñeca izquierda. Como tenía más ganas de aprender que de esperar a que me quitaran el yeso, preferí abandonar mi ya declarada zurdez (¿se dice así?) y empecé a tomar el lápiz con la derecha. La zurdez se me pasó, la tosudez, como bien lo saben muchos de ustedes, nunca.
Lo que se fortaleció ahí no fue solamente una intensísima relación abuela-nieta, sino además un amor absoluto por la figura y el trabajo de la gente que dedica su vida a la docencia. Tanto que puedo recordar los nombres y apellidos, el color de tinta que usaban y – si me esfuerzo un poco – hasta la voz, de todas mis maestras y maestros desde el jardín de infantes hasta el último día del doctorado.
VER TEXTO COMPLETO: