- Su historia de vida, hoy forma parte del barrio Mexicanos.
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.- Rosina narra sus memorias con un español aún influenciado por su acento inglés y en cada anécdota demuestra una extraordinaria memoria: describe minuciosamente las calles, el clima, recuerda muy bien los nombres y los rostros de personas y lugares que conoció hace décadas. Su vida está tan llena de recovecos coloridos, como los tapetes que adornan la enorme biblioteca de su casa ubicada en el barrio Mexicanos en esta ciudad.
Años atrás, a bordo de un Chevrolet viejo, una pequeña de 7 años, su padre y su madre atravesaron Canadá, luego Estados Unidos hasta llegar a México en 1948, sin imaginar que sería el país que años más tarde la cautivaría para quedarse a vivir.
Rosina es una mujer apasionada por los textiles tradicionales, en especial por los tapetes y eso se nota rápidamente por la cantidad de ellos que aún conserva en su casa y que adquirió en países como Londres, India, Guatemala, Belice, muchos de ellos originales y otros más diseñados por ella misma.
No estudió diseño, su formación profesional estuvo basada en las artes, la literatura y la arquitectura pero el talento ya lo traía en la sangre pues su madre tenía un gran gusto por las antigüedades y por los textiles en particular.
Antes de llegar a México y decidir su residencia en San Cristóbal, Rosina viajó por Venecia, Francia, España, Marruecos, África del Norte, Italia, Grecia, Turquía, Irán, Paquistán. En cada país que visitaba, inevitablemente compraba textiles “eran tantos que mi ex esposo me sugirió abriéramos una tienda y la idea me gustó. Nos quedamos en Afganistán un tiempo, compramos de todo un poco y arreglamos para mandarlos a Canadá donde posteriormente abrimos la tienda”.
En Nueva Delhi, una importante corporación textilera que trabajaba el algodón, la contrató para ser su diseñadora a lo que ella sorprendida contestó: “la mera verdad yo no he estudiado diseño nunca en mi vida, fue una gran sorpresa para mí pero yo les dije que si. La idea era ayudar a madres solteras, viudas, empleándolas y capacitándolas para costurar, bordar y enseñarles toda la confección artesanal”. Así, inició una experiencia que duró desde el año 1967 hasta 1981.
Con un poco de nostalgia recuerda la difícil época en la que se convirtió en madre: “Estábamos sin papeles en Afganistán, él se enfermó de hepatitis estando yo embarazada y ante nuestra situación económica me dediqué a diseñar y comprar tapetes. Los soviéticos empezaban a invadir, mucha gente moría. Entonces decidí: voy a hacer ropa y mientras amamantaba, cosía”. La dura situación terminó cuando pudieron llegar a la embajada de Gran Bretaña y de ahí lxs repatriaron a Canadá.
“La Casa de nuestros sueños”
Corría la década de los 80 y de la mano de su pareja, Robert Usatch decidieron: “vamos a encontrar la casa de nuestros sueños y a criar a la familia de manera más natural”. Así, recorrieron Guadalajara, Michoacán, Guanajuato, Oaxaca, Ciudad de México y Teotitlán del Valle.
Partieron a Guatemala y a su regreso pasaron por Chiapas. Caminando por las calles de San Cristóbal, “pregunté por alguna casa que estuviera en venta. Fue que don Chus Montiel nos llevó a conocer la casa que se encuentra en la calle hoy bautizada por nosotros como Canadá, en el barrio de Mexicanos. La vimos de noche: estaba a orilla de un río, era un basurero, un fango con muchos zancudos, pero nos gustó”.
Regresaron a Canadá con la firme idea de volver y comprarla. Trabajaron duramente medio año y animadxs por su mamá regresaron a San Cristóbal. Recuerda que al llegar, Roberto compró un caballo y junto con él y un loro, andaban por las calles de la ciudad.
Cuando finalmente compraron la casa recuerda que miraron toda la basura, y poco a poco en camiones fueron sacándola, “costó mucho porque había mucha grava y tierra” recuerda. Empezaron a sembrar árboles, en total 300, limpiaron la parte del río Amarillo que pasa por ahí.
El día de hoy, ese espacio se ha convertido no sólo en un importante pulmón de San Cristóbal, sino en el Centro Ecuestre San Cristóbal que dirige su hija Sara Usatch.
Sin embargo, Rosina a sus más de 70 años, tiene un sueño pendiente: convertir la vieja casa que enamoró a ella y su esposo, en una tienda de antigüedades, quizá como una manera de materializar todos los recuerdos que bullen en su mente y a la vez, compartir lo que sus intensos ojos azules vieron a lo largo de las vueltas que dio al mundo.