Un día de tantos
Por: Arely Caballero
De vez en cuando, en momentos en los cuales tendría que conocerme, suelo lanzar preguntas al aire que se supone debería responder mas no es así, ¿realmente mi mente es tan grande que puede generar situaciones pensadas con anterioridad?, ¿mi mente puede crear momentos que son responsabilidad del tiempo, la vida y el destino?, ¿o de vez en cuando mi mente suele tomar el papel de bola mágica para predecir el futuro?
Después de un fugaz día de clases, subo la Colina Universitaria mientras me pongo de acuerdo con un par de amigos para realizar el quehacer que la profesora Rosales nos ha dejado. Se trata de una conferencia sobre la ley en materia de Telecomunicaciones que se llevará a cabo en el auditorio de la facultad ese mismo día a las 17:00 hrs.
Entre risas y bromas ante la falta de privacidad y la situación periodística que habrá si se pone en marcha, Federico (uno de mis acompañantes), aconseja no asista al evento, dice que es preferible vaya a casa, tome unas pastillas, prepare café o algún té y deje pasar el malestar de la infección vírica que ando cargando, Alondra (segunda acompañante), por su parte apoya la idea argumentando que en el evento asistirán varias personas y probablemente contagie a algunas cuantas.
Por un momento aparecen las imágenes de ese suceso en mi mente; todos bañados de mucosidad, alterados, asqueados e intentando huir de mí… regreso a la realidad y les aseguro no pasa nada, que me encuentro bien para asistir.
Camino a casa la situación cambia por completo; mi cuerpo poco a poco asciende su temperatura y comienza a temblar, la cabeza se desmorona lentamente como si dentro de ella hubiese una pandemia de lepra, los oídos cuadriplican su sensibilidad volviéndome irritable, la respiración decide volverse caracol mientras los orificios nasales construyen pequeños muros que causan en mí la sensación de estarme asfixiando, todo me pesa; las manos, los dedos, las uñas, el aire…
El desplazamiento de la universidad a casa es un infierno, veo el flujo vial aún más lento de lo normal y tengo la sensación de consumirme en llamas.
Dentro del transporte público, sentada al costado derecho de mi persona va una señora con pinta de estar pasando por los 30´s, en brazos lleva a un crío que ha de tener una edad de no más del año y 6 meses, posee mejillas de ángel, rosadas y muy llamativas.
El crío juega con sus manos moviéndolas por todos lados, verdaderamente es una imagen digna de observar, mas no puedo hacerlo por un tiempo prolongado por el hecho de una dolencia en el cuello, dolencia que me obliga a cerrar los ojos, fruncir el ceño, empuñar las manos, apretar la quijada e hundirme en el mal humor, situación en la que paso aproximadamente un par de minutos hasta lograr relajarme un poco, al menos lo necesario para soportar el ambiente encerrado en el colectivo.
Alzo la vista y me percato que enfrente de mío va una señora de unos 70 años con semblante tierno y sencillo, cabello castaño oscuro con pequeños rayos grisáceos a causa de las canas, ojos claros aceitunados y tés albina. Me observa, observa mi rostro con una sonrisa puesta en el suyo, su mirada penetra las micas de mis lentes, al mismo tiempo deja salir una mueca de preocupación que no logro entender del todo. Intento responderle con una sonrisa pero al verme fracasar en el intento opto por cerrar los ojos sin embargo la imagen de la señora se graba por detrás de mis parpados, viéndome como me vería mi abuela si estuviese ahí…
“Abuela… ¡Oh, mujer mía! Me encantaría sentir tus arrugadas manos embadurnadas de ungüento casero olorosamente asqueroso, paseándose por toda mi espalda y pecho con el fin de aliviar mi salud, muero por beber y quemarme la punta de la lengua con la taza de café cargadamente amargo que preparas para consentir a tu nieta ligeramente enferma, anhelo escucharte cantar para mis oídos, deseo tenerte a mi lado, pienso mientras unas cuantas lágrimas tocan a la puerta, y la nostalgia se posa como ama y señora de mí en esos momentos, siento un ardor en la garganta que me alerta de mis ganas de llorar, el corazón se desenfrena y estoy a nada de doblegarme cuando inesperadamente algo o alguien atrapa el meñique de mi mano derecha, abro los ojos que se encuentran llorosos y me doy cuenta que el crío con pinta de ángel sostiene firmemente mi dedo, se me escapa una sonrisa fugaz e intento jalar mi mano mas el crío no me deja, se aferra a mi dedo, su pequeña mano suelta un ligero sentimiento de alivio y frescura. Veo al frente y la señora de los ojos aceitunados ya no está, quizá se debió haber bajado paradas atrás, regreso la vista al crío y las cosas se vuelven más soportables bajo su encantador rostro».
Al llegar a casa, abro la puerta torpemente, Zaphira me espera con alegría como siempre, me detengo a darle un par de caricias que duran poco ya que entro en busca de mi cama, me despojo de todo; mochila, móvil, ropa, lentes, todo y me tumbo en la cama. Mi fiel perra me sigue, se sube a la cama y se acuesta a mis pies, ella sabe que no estoy bien, le digo que la quiero, que agradezco su compañía y que si la abuela estuviera en casa se cabrearía con las dos.
-¿Qué haría sin ti Zaphira?- le pregunto, suspiro y dejo de existir…