Zoe Castell
Es un asunto estético, económico claro, pero estético al final. Mi trabajo es hacerlos más hermosos, menos tenebrosos, menos muertos. He trabajado en esto durante casi nueve años, la primera vez que lo hice vomité. Lo recuerdo, siempre se recuerda al primero: era una mujer de unos diecinueve años, morena pálida casi con la tez amarillenta, de brazos largos y frente pequeña. La familia nos dio una foto en la que ella posaba sonriente con el cabello largo echado hacia un lado, maquillada de tonos chillantes, labial rojo y mucho rímel. Su vestido era color neón emparejado con unos zapatos de tacón altísimo. Ahí en mi mesa, de ella sólo quedaba la piel que dejó.
Le pregunté a mi jefe, el fundador de Velatorios Hernández, si así querían que la dejara, así como en esa foto: “¿De verdad? Y si mejor la arreglo más sobria, más decente, no sé, más para una Iglesia” le pregunté medio asustada. Me volteó a ver con una cara de “vete de aquí y trabaja” que mejor me di la media vuelta derecho hacia mi mesa. No volví a protestar, no traté de que mi trabajo incluyera un aplauso. Me doblegué, ahora si me dicen que a uno de los muertitos lo pinte de payaso, les pregunto que si la nariz va roja o les gusta de otro color.
Esa primera vez no tenía idea de cómo hacer esto. Mi caja de maquillaje estaba casi vacía, sólo tenía algunas brochas y tonos de base que combinaba hasta encontrar el que era. Me tarde más de lo necesario haciendo unBeige 402 con tonos amarillos que le emparejara la cara a la chica del vestido neón. Cuando empapé la esponjita en la mezcla y dispuse a untarlo en su cara me dio asco. Ahí vomité. Tenía que acercarme a su boca para dejarle un color uniforme en las comisuras, y a pesar de que ya la habían embalsamado y tenía algodones en la boca y la nariz, el olor de muerte, de descompuesto, de vida podrida aún se percibía. No pude hacerlo. Casi me despiden y me tuvo que cubrir otro de los maquillistas. Le prometí al Sr. Hernández que lo podía hacer, de verdad que lo podía hacer. Tenía que sobrepasarme a la muerte. Ese no era mi asunto, el mío era la vista antes del entierro.
Hacerse duro, tener carácter le dicen. Desde entonces, y para mantener mi trabajo, he hecho hasta siete sesiones de maquillaje por día. No me han corrido, debe de ser buena señal. En los últimos años hemos estado llenísimos, nos han subido el sueldo y hasta remodelaron los velatorios. A nosotros nos dieron nuevas mesas y presupuesto para comparar más herramienta. Tenemos uniformes y batas para no ensuciarnos. Ya no me da asco la muerte. Soy más eficiente. En mis primeros años revisaba el expediente del cliente: apellidos, edad, ocupación, causa de muerte y la foto. En este negocio lo importante es la foto, pero me gustaba saber de ellos, pensar en cómo les gustaría ser vistos en el más allá. Pensaba que yo estaba arreglando a los ángeles mismos, a los habitantes del cielo, su apariencia era obra mía. Me he ganado un lugar entre ellos.
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