Por: Constanza Leyva
“Amaneció y me encontré con que emprendiste un largo viaje
mi corazón se te escapó del equipaje
y se quedó fue pa’ llenarme de recuerdos…”
De una canción de Fonseca
Es domingo, 10 de la mañana. El sonido del teléfono la despierta, es un mensaje.
Alejandra lee:
“Caballero sexagenario, apuesto, simpático,
serio pero con gran sentido del humor,
busca compañía igualmente agradable
para comer hoy.
Adaptable al menú, lugar y precio.
Mejor…imposible!
Espero respuesta”
No puede evitar sonreír y siente cómo se le estruja el corazón.
Cierra los ojos y se le agolpan los recuerdos.
Un día de enero, cuando el clima de verdad ha cambiado en el pueblo, cuando el calor intenso da tregua y deja que salgan rebozos y chamarras, en “Villa Santa Isabel” priva la felicidad.
¿Y cómo no? si festejan el cumpleaños 88 de la matriarca de la familia, de mamáchabe como todos le llaman.
Entre las notas de la marimba, las voces de todos hablando al mismo tiempo, las risas, los pájaros y los niños correteando, la festejada está feliz.
Coronada de flores, como marca la tradición, la cumpleañera va de un lado para otro, se le olvida que el motivo de la celebración es ella y los quiere atender a todos, como lo hizo siempre a lo largo de su vida.
Los años han hecho lo suyo en mamáchabe: ahora es pequeña, menudita, su cabeza blanca.
Parece frágil pero no lo es, sigue siendo una mujer excepcional, fuerte, el pilar que sostiene a toda su familia.
Atrás quedaron los años de la brillante maestra, una de las pocas personas que en esa época en el pueblo, tocaba el piano; fina, educada y exquisita, sencilla en su forma, traía la luz en el rostro limpio, en esos ojos serenos que calmaban hasta la peor tormenta.
Con el rostro bañado en lágrimas, Alejandra sigue repasando sus recuerdos.
Las fotografías de cada cumpleaños de la niña, revelan también el paso de los años en esa abuela sonriente y complaciente.
Todo lo dice la foto donde Alejandra, en las piernas de su abuela, mira fijamente a la cámara: los ojos de plato, como asustada, queriendo escapar, mientras ella, mamáchabe, apenas esboza una sonrisa; ya el cabello blanco y la gorra de marinera así, de ladito, con un dejo de coquetería.
Pero lo mejor de la pose de ambas está en las manos de la abuela, las tiene colocadas en el pecho de la niña, como conteniéndola, como abrazándola, como dándole calor, como cuidándole el corazón.
Alejandra recuerda todas las telenovelas que vio con esa abuela, con tal de estar con ella, con tal de sentir su calorcito, su suavidad, su cuerpo de almohadita.
Las veces que la abuela salía y no la podía llevar, como consuelo la dejaba viendo la telenovela, lo que hacía con mucha atención porque al regreso debía darle detalles de la trama, lo hacía puntualmente y muy orgullosa de haber cumplido su tarea y sobre todo, de que confiara en ella para esa labor.
Alejandra está segura de que si no hubiera sido por su mamáchabe, por su presencia y por el amor con el que la cobijó, el divorcio de sus padres la habría partido, pero ella con su sabiduría ayudó a que todo pareciera un trámite normal solo entre la pareja y de ahí, la familia ni se inmutó, no hubo sobresaltos.
Una tarde de noviembre, reunidos todos, así como acostumbraban, mamáchabe partió. El cielo era azul y rojo, estaba cayendo la tarde.
La casa se llenó de gente, de flores, de luces que alumbraron el camino a la viajera y de velas que calentaron el corazón de los que se quedaron.
Un año ha pasado, Alejandra se limpia las lágrimas y vuelve al mensaje:
“Caballero sexagenario, apuesto, simpático,
serio pero con gran sentido del humor,
busca compañía igualmente agradable
para comer hoy.
Adaptable al menú, lugar y precio.
Mejor…imposible!
Espero respuesta”
Piensa en su abuela, lanza un beso al cielo y le da las gracias por el mejor regalo que le dejó.
Se apresura a contestar:
-Acepto papá.