Cuando era niña y veía una película de pirañas que invadían una ciudad, me aterrorizaba lavarme las manos. Siempre se transmitían por la noche y en algún comercial, después de ir al baño, me dirigía al tanque de la casa para lavarme; me daba pavor meter la jícara para sacar agua, me imaginaba pequeñas hileras de dientes filosos que comenzarían por devorar mi mano para luego hacerme desaparecer ante la mirada atónita de mis gatos.
Me quedó esa costumbre, salir de ver una película y sentir que la ciudad es otra, que se parece a la de la pantalla grande. Tal vez por ello, intenté llevar un taller de cine. El maestro hablaba más rápido que yo y tardé media hora para acostumbrarme a su agilidad mental que aturdía mi cerebro, ya desacostumbrado a un maestro frente a mí. El momento para hacer guiones cinematográficos aún no ha llegado.
Pero sin duda, también los libros convierten mi ciudad en una distópica (a estas alturas ese término podría ser iluso). Los Ángeles que recrea John Fante en Pregúntale al polvo, también nos habla de la exclusión de los mexicanos con otros mexicanos, por remarcar las jerarquías sociales o hablar otro dialecto, entre muchas otras. Camila López y Arturo Bandini, el marginado que margina a la vez cuando lo hacen recordar su propia exclusión. Esa ciudad de los habitantes invisibles, empeñados en aniquilar al otro porque conlleva su propia destrucción, al límite de su placer irónico.
O Comala de Juan Rulfo. Todos quisiéramos tener el valor de buscar a alguien que se ha quedado en una tierra lejana pero, tal vez, regresar sólo implica descubrirnos muertos.
– ¿Está seguro que ya es Comala?
– Seguro, señor.
– ¿Y por qué se ve esto tan triste?
– Son los tiempos señor.
Las ciudades desdibujadas con la memoria a voluntad del recuerdo más inquietante. Se reinventan estrujando lo que quisiéramos borrar, pero hay una obstinación en ese afán: los rostros, olores, palabras, nos acompañan en otra ciudad, en otro cuerpo, que se transforma en lo que pretendíamos olvidar.
Absorben en su atmósfera las historias que a gritos se descubren. Ciudad Juárez. Cuando llegué a su aeropuerto sentí que en mi maleta cargaba todo su hedor. Ha sido la noche donde he gastado más: entre lo que cobró el taxi y el hotel que anunciaba “No se aceptan animales ni coyotes”. ¿Animal y coyote no es lo mismo? En Ciudad Juárez, no.
Pretendí dormir una hora antes de dirigirme a la sede de la Muestra Nacional de Teatro y lo único que conseguí fue tener una pesadilla. Las voces que se filtraban a mi cuarto, tan endeble y desolado, eran para mi subconsciente una amenaza que en cualquier momento alguien arruinaría mi forzado e inquieto descanso.
Pero las fronteras se parecen. En el Norte no pasó de ser una pesadilla. En el Sur, en Tapachula, nuevamente dormida, entre sueños escuché claramente la advertencia: despierta, te observan. Abrí los ojos y en la ventana se asomaba la silueta de una cabeza, a contraluz podía imaginar cómo su mirada traspasaba el cristal. No imaginaba. Prendí la luz, me lavé la cara y ahora la silueta-cabeza se retiraba hasta desaparecer. Las fronteras se parecen tanto que adormecen, pensé la mañana siguiente.
En mí habitan muchas ciudades. Sus visitantes me alientan u hostigan. Hallo en algunas lecturas ciudadanos que me recuerdan miedos o atrevimientos. Después de todo, somos una extensión de tierra donde esperamos ser fecundados, sin preguntarnos si las pirañas de nuestra infancia han vuelto áridas nuestras entrañas.