Por: R. Parks
Primera llamada. Acerca del nombre de la columna. Es un privilegio de los seres humanos expresar sus emociones a través de la música, deliberadamente, con el propósito de decirse a sí mismo y a los demás qué es lo que siente, piensa, desea. Por lo tanto, la música, el canto, nunca es un acto egoísta, siempre es un grito de comunión, de fraternidad. Por otra parte, personalmente descubrí la poesía de Neruda, ese poeta mayor, a través de la música, no de la lectura directa sino del canto. Así, todo canto, toda música cuya pulsión inherente no atienda a la vulgar ganancia debe ser compartida. Creo.
Segunda llamada. Confesión de parte: si como dice el dicho, el amor es ciego, dejo constancia de que la amistad, que es otra forma del amor, también necesita anteojos. He sido invitado a participar en este espacio solamente por la amistad que me une a otra colaboradora y por la fe casi ciega que ella tiene en que quizás tenga algo que decir. Los temas en los que pretenciosamente pudiera decir que soy experto, son totalmente ajenos a este proyecto. Sin embargo, la pasión que no tengo por aquello que me ha proveído el sustento casi toda mi vida, me sobra a la hora de escuchar y compartir la música que me hace suspirar, emocionar e incluso, por qué no, llorar.
Tercera llamada. Y última. El que avisa no traiciona. Esta columna no contendrá disertaciones expertas (no podría ser de otro modo), más bien diría que apenas serán comentarios y opiniones de un principiante para quienes, como yo, alguna vez principiaron. Y ahora si ¡comenzamos!
A la memoria de mi madre, Doña Luz (1937-2014).
De B. B. King y de cómo Lucille terminó en las vías del metro defeño.
La verdad, siempre me ha conmovido la manera en que las personas que saben de mi gusto por la música me dan la noticia de la muerte de alguno de mis músicos favoritos. En ocasiones han estado a punto de darme el pésame. Lo agradezco siempre, aunque algunas veces me ha parecido que no es para tanto.
Recuerdo ahora cuando murió violentamente un trovador argentino. Al enterarse uno de mis hermanos y comentarlo con mi madre, ésta le pregunto preocupada “¿ya se lo dijiste a tu hermano?”, quizás temiendo que me derribara en llanto.
Sin embargo, en esta ocasión el pesar estaba justificado: murió B. B. King el pasado 14 de mayo a los 89 años. Venturosamente recibí la noticia al día siguiente por mensaje celutelefónico de parte de mi mejor y más querida amiga.
Y es que tengo una historia casi personal que contar acerca de B. B. King, que relataré al final de esta columna.
No conozco muchos casos de músicos que establezcan un vínculo tan personal con su instrumento, al punto de bautizarlos con un nombre propio. El de Riley Ben King, B(lues) B(oy) King y su guitarra Lucille es casi universalmente conocido. La manera en que hablaba públicamente con el instrumento era la del amor cómplice.
Quizás en la intimidad algunos músicos se dirijan con cariño a su batería, a su saxo o a su flauta, pero eso no lo sabremos nunca, que para eso sirve la intimidad. Ahora solo recuerdo el caso del cellista mexicano Carlos Prieto. Sabemos que, cuando viaja con su violoncelo para alguna presentación, le paga asiento en el avión y le llama Chelo Prieto, lo que ha dado lugar a algunas anécdotas realmente graciosas que quizás en otra ocasión relataremos.
- B. King se dirigía públicamente a su guitarra con palabras de amor verdadero. La historia es muy conocida: en el invierno del 49, en un local de Arkansas en que tocaba con su grupo, contando apenas con 24 años, se suscitó repentinamente una riña entre dos hombres que se disputaban el amor de una mujer, derivando en una campal que, como en todo baile que se respete, dejó un saldo de dos muertitos. Pronto el local ardía en llamas por el derramamiento del queroseno con que se mantenía calientes a los parroquianos, como si hiciera falta, dadas las pasiones que, como más tarde se revelaría, reinaban. Tras la atropellada huida colectiva, el guitarrista advierte que ha dejado abandonado su instrumento. De inmediato, y como todo héroe circunstancial, es decir, sin medir el riesgo, volvió a por ella, como dicen los españoles. Una vez pasada la conmoción los concurrentes supieron el nombre de la causante de la disputa pasional. Adivinaron, se llamaba Lucille y al parecer trabajaba en el lugar.
Por cierto, Lucille, es una variante francesa de Lucía: La luz, diminutivo de Lucilla.
Así pues, Lucille no es la Musa inspiradora del bluesista, como sería dable suponer por la presencia indisoluble que desde entonces tendría en su vida. Vamos, ellos ni siquiera fueron presentados. No obstante, y puesto que nunca sabremos quién de los dos hombres que desataron el zafarrancho ganó, no la pelea, que es lo que menos importa, sino, digamos, la preferencia de Lucille, lo que sí sabemos es que, como parece que suele ocurrir en los triángulos amorosos, quien obtuvo la mayor ganancia de la disputa fue alguien que no formaba parte del elenco original. Fue B. B. King quien terminó apropiándose del nombre, encargándose de darle trascendencia histórica.
Un rasgo distintivo a observar en la música de B. B. King es el dialogo que establece con Lucille. Cuando él canta ella calla y viceversa, nunca se interrumpen, nunca se expresan al mismo tiempo.
Otra característica de la música de Riley Ben King es la incorporación de metales: saxofones, trompetas, trombones. De ahí su sonido distintivo, además, por supuesto, del de Lucille.
Para quién aún no ha disfrutado del placer de escucharlo, les recomiendo adquirir, bajar de internet o ver en youtube, lo más pronto posible, cualquier concierto del Rey King.
Antes de concluir, no puedo resistir la tentación de añadir una frase del Señor King: Lo maravilloso de aprender algo es que nadie nos lo puede arrebatar.
Ahora sí, para finalizar, la anécdota personal. En una de sus presentaciones en el Auditorio Nacional, allá por el año de 1991 (¿?), al concluir su concierto, y mientras la banda acompañaba la despedida, B. B. King se puso a regalar pequeños pines de Lucille. Los iba sacando de las bolsas de su gran saco y los lanzaba al público, uno a la izquierda el siguiente a la derecha, hasta que se acabaron. Sobra decir que había cientos de manos que se alzaban cada vez para atrapar los codiciados pines. Para esto, un sobrino, un hermano y yo nos habíamos bajado hasta el escenario, así que éramos parte de la mar de manos suplicantes. En eso, sorpresivamente, el bluesista se quitó el pin que llevaba en la solapa izquierda y lo lanzo hacía donde nos encontrábamos, atrapándolo mi sobrino, de un salto. Después de la satisfacción de que ese último haya sido para “nosotros” mi hermano empezó, primero a pedir y después a exigir al sobrino para que se lo regalara. Cientos de “dámelo güey” después, el pariente acepto dárselo. Al día siguiente, al ir a trabajar con su pin prendido a la solapa, el bruto de mi hermano se subió a un vagón atiborrado, quedando atrapada Lucille fuera de la puerta, desprendiéndose y cayendo irremediablemente a las vías del metro. Fin.