Por Frida Cartas
Dentro del contexto mexicano, en años recientes comenzó a llamarse bullying a las violencias contra niños y niñas en los espacios escolares, y utilizando con ello una vez más la generalidad en el nombrar y visibilizar las violencias, que si analizamos en concreto esta modalidad llamada “bullying”, de fondo y forma no es otra cosa más que pura y vil violencia de género, puesto que los niños que han presentado agresiones tanto psicológicas, verbales y físicas son aquellos quienes no cumplen el mandato cultural y social de lo que “debe ser” un hombre, por ejemplo los niños no masculinos (femeninos, introvertidos) u otras variables que atraviesan su categoría de género como la etnia (alumnos provenientes de comunidades indígenas), la clase (vulnerabilidad económica), la religión (testigos de jehová), entre otros.
En el caso de las niñas las violentadas son quienes no representan la idea de belleza (no delgadas, no rubias), no femeninas (masculinizadas, introvertidas), y también las relacionadas con etnia, clase y religión.
De modo que el no cumplir estos estereotipos de género es de fondo y forma un castigo social a las ideas culturales del ser hombre y mujer que se hace presente en el aula escolar, que dicho sea de paso, aula escolar donde convergen a manera de espacio público y político la población infantil. En ese sentido no se violenta al niño conquistador, masculino, gallardo, rico, blanco; ni a la niña “guapa”, rubia, ojos de color, delgada y princesa. Por el contrario son los y las populares. Son quienes encantan y fascinan en el status quo “educador”, y que a su vez representan, “la buena crianza” de las familias; la “excelencia” por antonomasia de la norMALidad.
Lo que quiero decir pues, es que no hay una generalidad de violencias bajo el nombre del pomposo y protocolario bullying sino una especificidad muy histórica y concreta que recae una vez más en la misoginia, el machismo, el desprecio a la feminidad, el ser mujer o en la idea de no ser un verdadero hombre. No se trata entonces de agredir por agredir, sino que lleva implícito un premio o castigo, vía los agentes sociales que finalmente somos todos y cada una de las personas en este reforzamiento patriarcal, cultural y hegemónico, que tiene que ver con la reproducción social del género.
Basta echarse un vistazo en las notas periodísticas sobre los afamados casos de “bullying” que dicen serlo: no hay más que pura violencia de género, real y clara, concreta y latente. Y los agentes sociales que la ejercen son otros niños, otras niñas, son los y las docentes, son los trabajadores de las escuelas (que además esconden otras violencias como violaciones y abusos sexuales relacionados con sexo y genitales, pero eso es tema para hacerles luego otro artículo).
Parece entonces que bajo el rimbombante mote de “bullying”, que ha marcado la pauta y camino para verse muy ocupados por la violencia, y hasta indignados por los derechos humanos de niñas y niños, hemos vuelto a equiparar que la violencia es la misma y es igual para todas y todos, cuando las circunstancias y las realidades si las analizamos con detenimiento y atención, conllevan un problema estructural que no hemos podido frenar, y mucho menos resolver en lo particular. Y lo que hacemos no es ni paliativo sino mera cara para salir en la foto del activismo y los haceres vanguardistas “contra” la violencia, que nos otorguen reconocimientos sociales y el quedar bien. En fin. Comenzar por llamar a las cosas por su nombre y señalarlas como son desde su raíz, puede ser un gran paso y una excelente detonación antipatriarcal contra la violencia de género en las escuelas, espacios y aulas escolares, que no, no son bullying, son machismo, misoginia, desprecio social por no llenar los estándares y estereotipos de género, tan enfermos, dañinos, asfixiantes, carcelarios y asesinos.