Colaboración especial.
Por Elizabeth Patricia Pérez y Lilian Cruz
El hecho de cómo y con quién vincularse sexo-afectivamente y el modo de experimentar las emociones, son consecuencias a una respuesta social, respaldada por varias instituciones; entre ellas, la familia. Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, familia es “el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. En muchos países occidentales, el concepto de la familia y su composición ha cambiado considerablemente en los últimos años, sobre todo, por los avances de los derechos humanos y de los homosexuales. Los lazos principales que definen una familia son de dos tipos: vínculos de afinidad derivados del establecimiento de un vínculo reconocido socialmente, como el matrimonio; y los vínculos de consanguinidad, como la filiación entre padres e hijos, o los lazos que se establecen entre los hermanos que descienden de un mismo padre.
Pareciera que la familia conyugal ha sido siempre conocida. Aparece como fundada en lo biológico para arropar a la madre e hijo. De manera ahistórica, parece haber surgido en todas las culturas de una pareja heterosexual de adultos y con fines de procreación. La pervivencia de la especie ha requerido primero la protección de la maternidad y después la paternidad, lo que llevó a la institución de la pareja. Este modelo desde su perspectiva más nuclear y extendida alrededor de dicho núcleo es el que se mantiene en la totalidad de los países.
No obstante, no se puede hablar de una sóla definición, ni de un único modelo familiar sino que ésta dependerá del momento sociohistórico en que la persona se sitúe, aunado al nivel de vinculación que establesca con las otras personas, siendo por consanguinidad o no, puesto que el concepto se extiende aquellas conformadas por amigos, en donde “familia” no tiene nada que ver con un parentesco de consanguinidad, sino sobre todo con sentimientos como la convivencia o la solidaridad.
La familia, siendo el primer grupo socializador de los individuos se encarga de reproducir y enseñar cómo interactuar y comportarse ante los otros, incluidos la manera del entablar las relaciones amorosas, afectivas y filiales. De ello se deriva que el amor emerge de un constructo social aprendido y transmitido, en donde los medios de comunicación adoptan un papel importante. El imaginario de vivirse “en un amor”, trae consigo el vivirse en un ideal de familia. En su mayoría, las parejas visualizan a sus sucesores como aquellos quienes transmitirán sus legados; es decir, la relación y el modo de vinculación se va nutriendo apartir de expectativas.
¿Qué pasa cuando lo idealizado se trunca con una experiencia de discapacidad? sin duda, al relacionar familia y discapacidad, se suscita una reestructuración en todos los aspectos que conforman al sistema familiar, en los aspectos psicológico, emocional, social y sexual de quien la vive y de quienes le rodean. Si se reflexiona acerca de la confluencia de estas tres variables, familia, discapacidad y sexualidad, nos estaremos adentrando en una temática también institucionalizada y reforzada por la familia que tiende a limitar a quien vive una limitación física, mental o sensorial, más que por la discapacidad misma.
En la historia moderna, las Personas con Discapacidad (PCD) han vivido en situación de desventaja y han sido discriminadas, excluidas socialmente y despreciadas por su condición. Se les han negado derechos fundamentales y el acceso a oportunidades de desarrollo (educación, trabajo, seguridad social, entre otros) y a derechos que son esenciales para garantizar una vida digna. Esto se debe, en buena medida, a los prejuicios que durante mucho tiempo se han tenido sobre la discapacidad y los estigmas sociales que se les han impuesto a las personas que están en esta situación.
Los discursos en este sentido, se pueden rastrear en la época greco romana, donde las PCD se perfilan como innecesarias, como castigos divinos, mensajes diabólicos, a causa de los errores o faltas cometidos por las madres y padres. De este discurso se asume que las personas con discapacidad en nada contribuyen a la sociedad. También se asume que simplemente, no vale la pena vivir con discapacidad. La sociedad, como consecuencia de lo anterior, busca prescindir de las personas con discapacidad a través de acciones como el infanticidio de niños y niñas con discapacidad o por medio de la marginación o exclusión. Este discurso puede verse plasmado en los textos sagrados, literatura o ensayos que ejemplifican cómo las personas con limitación viven el rechazo o la segregación de la comunidad e incluso de su propia familia.
La CONAPRED define Persona con Discapacidad, como “aquella persona con deficiencia física, mental o sensorial, ya sea de naturaleza permanente o temporal, progresiva o regresiva, grave o leve, congénita o adquirida, determinante o continua, que limita la capacidad de ejercer una o más actividades esenciales de la vida diaria, que puede ser causada o agravada por el entorno económico y social”. Sin embargo, desde una reflexión personal, profesional y social la propuesta es emplear el término Personas en Situación de Discapacidad (PSD), tratando de que este concepto se pueda desetiquetar y situar a la persona en un marco puramente social y contextual.
El nacimiento de un hijo con discapacidad supone un estado de alto estrés emocional dentro de la familia y se percibe como algo impensado, extraño y raro, que causa una pérdida de las expectativas sobre el hijo deseado. Las expectativas rotas y la desilusión frente a la evidencia de la discapacidad en un principio es devastador; el futuro de la familia se paraliza frente a la amenaza.
Cuando se produce el comunicado del diagnóstico de la discapacidad, hay un impacto muy grande dentro de todo el núcleo, que trastoca la dinámica familiar: “esto va a obligar a toda la familia a cambiar sus ritmos, sus itinerarios previstos, sus expectativas, sus desafíos, sus logros, sus ilusiones. De igual forma, cambia la rutina familiar, pues desde ese momento se agrega una continua y profunda relación con diferentes médicos, especialistas, terapeutas, principalmente del campo de la medicina que estudia y trata la discapacidad específica del hijo” (NÚÑEZ, 2007).
En realidad, ninguna familia se encuentra preparada para afrontar una situación de discapacidad, es decir, no tiene los suficientes conocimientos sobre la discapacidad que tiene que enfrentar. Esta información la va a ir adquiriendo cada integrante de la familia, según la situación y el rol que a cada uno le toca desempeñar. “El tener un hijo que vive una situación de discapacidad puede ser percibido como una fractura en el desarrollo normal de la relación familiar. La ansiedad junto a otros sentimientos pueden generarse mientras se busca la asimilación de esta situación y por ello el apoyo, la aceptación y la integración de la familia se hace importante para sobrellevar este tipo de circunstancia” (NÚÑEZ, 2007).
Ante este hecho, las vinculaciones afectivas también se ven modificadas ya que se percibe que en muchos de los casos, el tener un hijo en situación de discapacidad, suscita en la familia fracturas o rupturas en las relaciones entre los padres, sobre todo cuando dichas relaciones ya padecían problemas previos, pero también puede funcionar como elemento de cohesión y fortalecimiento del matrimonio, las problemáticas a que se enfrentan los padres suelen ser mayores, tal vez porque se trata de dos individuos a los cuales se les han asignado roles diferentes en la dinámica familiar. Según Núñez, (2003), las dificultades que pueden tener los padres pueden ser de dos tipos: situaciones de conflicto en el vínculo conyugal, y situaciones de conflicto en el vínculo padres-hijo con discapacidad.
Las situaciones de conflicto en el vínculo conyugal, ocurren cuando el vínculo de padre o madre sobrepasa al de pareja, provocando un desequilibrio en esta última. Aquí las relaciones de los cónyuges se ven reducidas, la mayoría de las veces, en una proporción estresante. Debido a los requerimientos de atención especial que ocupa el hijo con limitación, las necesidades de la pareja (emocionales, sexuales, etc.) pasan a segundo término. En ocasiones se da un distanciamiento y una falta de comunicación en el matrimonio, incluidos los reproches o recriminaciones, ya sean implícitos o explícitos, sobre la supuesta “culpabilidad” de alguno de los padres. Al centrar toda la atención y energía en el hijo que presenta la limitación, la pareja puede aislarse de su círculo social, es decir, se genera una renuncia a las relaciones sociales mantenidas con anterioridad.
A veces en los padres puede advertirse la falta de colaboración de alguno de ellos en los diferentes procesos que conlleva la discapacidad provocando conflicto en el otro por la delegación que siente injusta, ocasionando problemas de pareja, hasta la disolución matrimonial, ya sea por el abandono de uno de ellos (generalmente es el padre), o por la separación o el divorcio. También se pueden presentar complicaciones en las vinculaciones de padres e hijos con limitación como la ambivalencia de sentimientos, por un lado el desconcierto, extrañamiento, inseguridad, dolor, miedo, rechazo, rabia, etc.
Estos sentimientos pueden contraponerse con la ternura, el amor, orgullo hacia el hijo; ansias de poner muchos esfuerzos para sacarlo adelante, dándole las mayores posibilidades, etc. En muchas ocasiones, los padres experimentan inseguridad, desorientación, dudas y falta de confianza en el ejercicio de su rol de padres frente al hijo diferente, debido a la inexperiencia que conlleva convivir con alguien que requiere de ciertas atenciones especiales. Aunado a ello, en ocasiones el hijo con limitación, tiende a ocupar el lugar principal en la vida de la familia, por lo que se descuidan las necesidades de todos los demás miembros. No obstante, quien asume y vive un doble descuido es la madre, por toda la legitimación que subyace el hecho de ser mujer, y ahora madre de un hijo en situación de discapacidad.
Aquí comienza la reflexión sobre el término “maternidad”, que tiene una connotación de segregación y de trabajo de cuidados (de diversa índole), que ha de ser realizado de forma invisibilizada, no reconocida y no remunerada. Esta condición hace que las mujeres vivan afectiva y simbólicamente en un mundo de segunda, ya que aunado a la desigualdad de salario del trabajo fuera de casa (cuando es posible obtenerlo), si se tiene un hijo con una limitación la carga de trabajo de cuidados se duplica o triplica. El ser madre se constituye por un modelo político y mercadológico, y se sostiene sostenida por las instituciones como la religión y la familia encargada de la reproducción de los roles. La estructura política, económica, social y cultural, coloca a las mujeres que son madres en desventajas estructurales.
Así, son las mujeres quienes cuidan a los otros: hombres, hijas e hijos, parientes, comunidades, pacientes, personas enfermas y con necesidades especiales, al medio ambiente. Los trabajos de cuidado, conceptualizados en conjunto como maternazgo por estar asociados a la maternidad, no sirven a las mujeres para su desarrollo individual y tampoco pueden ser trasladados del ámbito familiar y doméstico al ámbito del poder político institucional. A decir de Marcela Lagarde: “La fórmula enajenante asocia a las mujeres cuidadoras otra clave política: el descuido para lograr el cuido. Es decir, el uso del tiempo principal de las mujeres, de sus mejores energías vitales, sean afectivas, eróticas, intelectuales o espirituales, y la inversión de sus bienes y recursos, cuyos principales destinatarios son los otros”. (LAGARDE, 2003).
Mientras el descuido y la invisibilización de la mujer son asumidas como naturales, la paternidad se visibiliza aún más, institucionalizando los espacios desde la imagen autoritaria. Paralelamente, en aras de la demostración de poder, los padres (en sentido masculino) minimizan emociones: “los afectos han estado anulados en la paternidad, el ejercicio de la paternidad en los hombres tiene un costo socio histórico. Sentirse padre es sentirse hombre, es decir, pasar por un proceso de doble encarnación, la que adopta los modelos parentales interiorizadas por los sujetos y la que adopta los modelos socioculturales prevalecientes”, (MONTESINOS, 2002). Esta minimización de emociones va de la mano con la minimización del trabajo de cuidados que los hombres realizan en la unidad doméstica, incluido desde luego el trabajo emocional.
En esta importancia de la vinculación entre seres humanos, la sexualidad constituye un elemento esencial en la misma, ya sea desde lo sensual, lo erótico o afectivo, puesto que es inherente a todos independientemente de la condición. Según Zegers, Contardo y otras (2003), “no deberíamos decir simplemente que tenemos sexualidad sino que somos sexuados”, esto significa que no cabe una aproximación reductiva a este estado, como por ejemplo si se la restringe a lo puramente biológico, a la genitalidad, o sólo a sus manifestaciones psicológicas, sino que es nuestra tarea integrarla, regular su expresión por medio de la razón y la voluntad y no instrumentalizarla.
Barragán (1997, p.25) afirma que “la educación de la sexualidad, la entendemos como un proceso lento, gradual y complejo, que a de facilitar la construcción de las diferentes nociones sexuales y ha de ayudar a comprender los procesos históricos y culturales por los que se han generado los conocimientos actuales y la organización social y sexual vigentes (Citado en la SEP; p.23). Bajo esta lógica, debe plantearse una educación sexual adecuada tanto desde lo formal como en lo informal.
Se piensa que la sexualidad de las PSD es significativamente diferente, ya que el imaginario marca que no sienten, que no pueden o deben expresarse o vivenciarse sexuales. Entre algunos mitos que estigmatizan a las Personas en Situación de Discapacidad se encuentran:
• Pensar que Las PSD son asexuales; es decir, que no pueden vivir, sentir, pensar y actuarse como personas que tienen derecho a disfrutar y a experimentar su sexualidad.
• Pensar que serán como niños y que siempre dependerán de los demás.
• Creer que su “discapacidad” genera más “discapacidad” en su entorno.
• Creer que deben unirse en pareja con otras personas en situación de discapacidad.
• Asumir que si una persona en situación de discapacidad presenta una disfunción sexual casi siempre se debe a su condición de “”discapacidad”.
• Creer que las PSD no pueden o deben informarse sobre sexualidad.
• Pensar que el significado de vivir con discapacidad, implica que los órganos sexuales y otras partes del cuerpo han dejado de funcionar y que son afectados.
Las personas con alguna limitación física tienen necesidades sexuales, en muchas ocasiones frustradas ya que las personas de su entorno no suelen reconocerlas. En general, se cree que no deben tener actividad sexual ni pueden formar pareja, casarse, tener hijos, etc. Las familias muchas veces se centran en la educación y la rehabilitación, olvidando la importancia que tiene la educación sexual. Pero cuando se vive algún tipo de discapacidad se puede llevar una vida totalmente satisfactoria en lo sexual.
Recientemente, se comienza a hablar de la sexualidad en la discapacidad, en tanto que se hace necesario enfatizar que todas las personas independientemente de su condición física, mental o sensorial, son personas con deseos, sueños propios, fantasías, seres sexuados. Puesto que las personas en situación de discapacidad no viven en un mundo diferente, la sexualidad de las PSD no es mejor ni peor que la de los demás, es la suya propia y se expresa en su forma de vivirla y experimentarla. Los mayores problemas provienen de la resistencia de los padres al enfrentarse con la sexualidad de sus hijos, excluyéndolos de su propio goce, y si se excluye en cuanto al goce sexual se estará excluyendo también en el goce de ser tal como se es.
Cambiar la mirada que se tiene en relación a la discapacidad, comienza por saber y reconocer los derechos con las que cuentan las PSD, puesto que son los mismos con los que cuenta la generalidad de las personas. No obstante, la exclusión sexual en las PSD, se acentúa aún más en las mujeres ya que debido a los estereotipos de género hay mayor aceptación social acerca de la sexualidad de los hombres con discapacidad que de las mujeres, a quienes se las considera como sujetos pasivos sin sexualidad. Por ello, es necesario tomar conciencia sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, comprendiendo que son propietarias de su cuerpo, tienen derecho a la intimidad, al placer sexual y a tener pareja e hijos si lo desean. La educación afectivo-sexual a las mujeres en situación de discapacidad no debe centrarse sólo en la prevención de riesgos, sino que se deben contemplar también las posibilidades de tener una vida sexual, afectuosa y reproductiva si lo desea.
Abordar el tema de la sexualidad en personas en situación de discapacidad, subyace a replantear los estilos de crianza que experimentan padres y madres ante esta situación, en donde es evidente que quienes viven una doble segregación son las mujeres con tal condición de vida, por todo lo que implica ser mujer en una sociedad patriarcal, lo que se agudiza aún más si se vive con una condición especial, y que limita al mismo tiempo a aquellas quienes asumen el papel de cuidadoras.
Madres, hermanas, tías, abuelas, se olvidan de sí mismas para procurar y promover la armonía y el bienestar de los otros. Son ellas quienes tejen su entramado emocional, social y sexual desde la privacidad de su espacio confinado únicamente a ser quienes son de manera instituida, en el ambiente restringido de su hogar, cuya asignación es reforzada y transmitida por los diferentes medios de comunicación, siendo todos aquellos mensajes, imágenes e ideas que solidifican el que hacer y cómo hacerse mujeres, y que a su vez las discapacitan en su haber social y sexual, más allá de que si se vive o no con una limitación, puesto que lo cierto y real es que las vinculaciones, las afectividades y el modo de cómo vivir la sexualidad no conoce de discapacidades.
Mientras se siga cosificando a la mujer sin la oportunidad de ser un sujeto con las mismas posibilidades de experimentar su sexualidad, sensualidad, pensares y sentires, la vida y las sociedades se seguirá construyendo desde una limitación social que hegemoniza a los cuerpos, los capitaliza, y las discapacita a través de todo un constructo social e histórico.
Conclusiones
Si bien, generalmente no se piensa a la familia como institución ni como constructo histórico, la organización de la vida social en unidades domésticas nucleares, obedece al modo de producción que se vive actualmente; constituirnos en familias para vivir, tiene un objetivo político y económico.
Pese a todo, la familia es la primera institución que le brinda al individuo los aprendizajes, incluido el sexual, para después poder concretar su desarrollo mediante la interacción social. Al interior de la familia se realizan trabajos de cuidados asignados de acuerdo a una división del trabajo patriarcal. Cuando hay un miembro en la familia que vive en situación de discapacidad, los cuidados que se le administran son realizados casi en totalidad por la madre.
Sin embargo, ya que los seres humanos seguiremos basándonos en la familia para que los nuevos miembros de la sociedad se integren a la misma, reviste especial importancia la actitud que tomen padres y madres hacia los hijos y en particular hacia aquellos hijos o hijas en situación de discapacidad. Cómo la discapacidad sea conceptualizada y aprehendida es un indicador esencial que ayude y promueva al hijo a verse y sentirse como persona integral, más que como una persona con una limitación, disminuida y discapacitada también en el plano sexual, asexualizada hacia sí misma y hacia los demás.
Todo ser humano necesita y es dador de afectividad, con la posibilidad de errar y superarse en sus interacciones sociales, de conocerse y reconocerse como ser sexual. Lo anterior también incluye a las personas en situación de discapacidad que son madres y por ende, cuidadoras. Pasar de ser madres, dejar de cuidar para pasar a su propio autocuidado, dejar de ser objeto y pasar a ser sujeto con libertades sexuales y sociales para caracterizarse como persona.
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